Hacia El Primer Encuentro Mundial de Ignorares

lunes, 25 de octubre de 2010

EL LADRON DE CREPUSCULOS


RESEÑA DE VIDA

Ramón Augusto Mendoza Cedeño, venezolano, nacido en Quiriquire estado Monagas el 12 de septiembre de 1953, ha ejercido diversos oficios, limpiabotas, carpintero, diseñador gráfico, actualmente se desempeña como promotor cultural en la Universidad de Carabobo. Fundador y director de los periódicos: La Vega Dice, El Serrucho (Caracas) El Guaritoto Peludo, (Maturín Estado Monagas) El Benemérito, El Quelonio de la Corbata Roja, El Cayapo (Valencia estado Carabobo)

Autor de los libros: “El ladrón de crepúsculos y la reina que se comieron los cochinos engendraron a panchón el fenómeno mientras volaba la iguana y cantaba el piapoco”, “El socialismo de carne y hueso”, “Sones de negros en La Primavera” y en colectivo: “Escritos para sabernos”.

EL CANTO DEL PIAPOCO

Esto no hubiera pasado, seguro estabas que esto no hubiera pasado, por lo menos así como pasó, si tú hubieras sido doctor o abogado, como pensabas cuando estabas chiquito y estudiabas tercer grado en la escuela del pueblo; y Petra te preguntaba qué querías ser cuando llegaras a grande y le decías que doctor o mejor abogado como Romerito, para ganar bastante rial y comprarle una casa grande, con un patio grandísimo donde ella pudiera criar sus gallinas y sus cochinos para diciembre y sembrar el maíz, el aguacate y el vinagrillo, para que no siguiera lavando y planchando para la gente de la calle porque eso la iba a matar un día de estos, si señor, claro que, tú no ibas a ser como Romerito que después que se graduó se olvidó de la pobre vieja que lo crió a fuerza de vender empanadas en los portones de la compañía, pero Petra te miraba y le entraba como una tristeza rara, porque ella como que presentía que ese no era tu destino. Porque en los pobres son muy raros los casos en que se dan doctores y a lo mejor ella tenía razón, porque esa inteligencia tuya se quedó en tercer grado, en los pupitres orinados, en los reglazos de la maestra, en las páginas mojadas por tus sueños, en los pocillos llenos de pan y guarapo de café con papelón, en las alpargatas suelaegoma gastadas en el hirviente asfalto y las piedras de la calle, en todos los medios días en que regresabas a la casa cargado de hambre y con ese estómago pegado al espinazo y sin nadita en la mente, porque la maestra decía que tú eras una tapara, un coco lleno de agua, un bruto, un bueno para nada y todas esas cosas que se te fueron pegando de la mente como pegostes de brea y que no te han dejado decir, sino que tú no estudiaste por flojo y todo lo demás que se te ocurre cuando estás borracho .

Ahora lo único que se te ocurre es recordar, porque esos recuerdos se dejan venir solitos, sin que nadie los llame, apurándose, empujando, queriendo salirse todos a la vez, para no molestarte más, para dejarte tranquilo y livianito como cuando terminabas de hacer el amor con La Escopeta, aquella mujer que llegó a Caracas detrás de una ilusión, pero después que la dejó quien la trajo, lo único que se le ocurrió fue meterse a puta. En estos recuerdos te miras corriendo duro, durísimo, viendo y jugando con los postes de la luz a quienes mirabas correr en la otra acera hasta que llegabas a la casa llevando el medio de tomate y cebolla, la cabecita de ajo y la panela de jabón azul que Petra te mandó a comprar en la bodega de Lencho, porque él era el único que cuando ella estaba sin una puya le fiaba, que era la mayoría de las veces y entonces cuando ella cogía unos rialitos sabía ser agradecida y siempre te mandaba a comprar allá y eso a ti te gustaba porque aún cuando era fiado, Lencho religiosamente le echaba el granito de maíz a la botella que tenía tu nombre y cuando se llenaba, él te regalaba una sorpresa, unos cambures y un golfiado bien grande, regado con bastante azúcar.

Y los recuerdos se van hasta aquellas tardes calurosas en las que Petra no quería lavar y entonces te llamaba y se sentaba en una silla, debajo de la mata de almendrón frente a la casa, agarraba tu cabeza, se la metía entre las piernas y comenzaba a escarbártela y a sacarte piojos y liendras y a veces hablaba que la gente era cochina, que uno podía ser pobre pero no cochino y que qué le costaba a la gente mandar los muchachos a la escuela pobremente, con sus alpargatas y sus ropitas, aunque fueran remendadas, pero limpia, y así, mientras te sacaba los piojos seguía hablando toda la tarde hasta que a ésta se le antojaba irse y darle paso a la noche. Otras veces hablaba de cosas más bonitas, de personajes misteriosos que vivían en una tierra también misteriosa, que era la tierra de donde ella era y en donde había pájaros rarísimos con plumas que cada una tenía un color distinto y con los picos más largos que una culebra bejuca, pero durísimos y que cantaban bien bonito en aquellas montañas en donde había árboles que pegaban del cielo y donde los ríos eran más claritos que una piscina y se podía ver en el fondo un mediecito de plata y cuando los rayos del sol penetraban por entre los árboles entonces era que aquello se ponía más bonito porque las Coscorobas, los Querepes, las Guabinas y las Guaraguaras se guindaban de esos rayos de sol y comenzaban a tener muchos colores y les salían plumas y se iban volando por esas montañas que quedaban en esas tierras de donde eran los familiares de Petra y según cuenta la gente que sabe, que Petra viene siendo familia de los Waraos y eso es un enredo grandísimo porque ni siquiera la misma Petra sabe quién era su papá, lo único que alguien le dijo una vez, era que su papá tenía los ojos azules y por eso era que ella tenía ese color y esos ojos así, pero eso fue hace muchísimo tiempo, mucho antes de que Marcelino Cedeño llegara con los sismógrafos a buscar el petróleo en ese pueblo tuyo que después que se lo chuparon con aquellos balancines que parecían unas Angoletas de lo negro que eran lo dejaron ahí, tirado como quien se chupa una caña y bota el bagazo en cualquier parte del camino sin importarle quien lo pise. Pero después que Petra se quedaba callada, mirando, pero sin mirar nada, como tratando de ver en el pasado algo de todo lo que había contado, era cuando a ti te daba por pensar que todos esos animales, montañas, pueblos y personas no eran más que cosas inventadas por Petra, así como para matar el tiempo, era por eso que le preguntabas en dónde quedaban y ella se ponía medio misteriosa y decía que eso ya no existía así y entonces empezaba con otra historia y te decía que a esos pueblos un cura les había echado una maldición grandísima, porque según dicen, la gente vivía y no les hacía falta los curas para nada, y cada vez que los veían pasar entonces a las personas les daba aquellas ganas de reír, pero no porque les estuvieran faltando el respeto, sino porque ellos pensaban que esos señores llegados de otras tierras se habían quedado con el disfraz puesto del último carnaval y fue por eso que uno de los curas se puso bravo y dijo que cuando el Piapoco cantara tres veces el pueblo sería arrasado por las aguas, y una tarde, después del canto triste del Piapoco, comenzó a llover y las aguas de los ríos se unieron toditas y empezaron a tapar a los pueblos con todas las piedras que arrastraron y las casas también se volvieron piedras grandísimas y la gente no se ahogó sino que se convirtieron en Duendes y son los que cuidan las aguas y los peces de los ríos. Después que ella terminaba, a ti se te olvidaba si eran inventados o no, y entonces le decías que te contara sobre el hombre que llegó de noche y ella te decía que otro día...

Y otro día fue que empezó todo, y corre aquí y agarra allá y amarra esto. y dile a Lencho que te regale unas cajitas, y aquí las ollas y allá los platos y esto y lo otro y apúrate que ya llegó el camión de la mudanza, y tú y tus hermanos montándose atrás y esa lloradera tuya, pero tú no recordabas que Petra decía que los hombres no lloran y tú nunca te hubieras explicado porqué llorabas, porque, de verdad no te dolía ni la barriga ni los huesos, ni la muela, ni la cabeza ni nada, pero era que esas lágrimas se salían solitas sin que nadie las aguantara y fueron regando toda esa calle, pero tus hermanos más grandes sí estaban contentos porque iban jugando a quién contaba más taladros, que fue lo único que dejó la Compañía, pero tú ibas llorando con el mismo dolor con que llorabas la vez que le diste la pedrá a un tucusito y después que estaba en el suelo te dieron esas ganas de llorar porque te acordaste que Petra decía que no se debía matar a los pajaritos, porque según ella, eran hijos de Dios y tú con ese miedo a que Dios te castigara, porque tu abuela decía que Dios castigaba, y por eso era que tú siempre preferías tirarle piedras a las angoletas porque esas eran negras y tu abuela decía que el diablo era negro y como las angoletas eran negras debían ser hijas del diablo y como el diablo nunca castigaba ni te obligaban a rezar por él, tú no le tenías mucho miedo, sólo cuando tu abuela -que era muy cristiana- le daba aquellas palizas a tus hermanos y a ti te daba miedo porque Petra decía que era que tenía el diablo adentro.

Y desde ese viaje ya no hubo más cuentos, ni historias, ni nada, porque Petra no tenía tiempo para nada, porque en esta ciudad el tiempo se va muy rápido y no queda tiempo ni para sacar piojos aunque de todas maneras ya tú no tenías piojos porque ya eras grande y un día Petra habló con Melquiades, el albañil que vivía en el rancho de al lado, para que te llevara a trabajar con él y eran las cinco de la mañana y ese frío se te metía en todo el cuerpo y tú tenías quince años y querías seguir durmiendo pero Melquiades nunca llegaba tarde y ya Petra tenía preparado el café y la arepa con mortadela y huevo, y tú con esa flojera y esas ganas de no pararte, pero siempre te parabas y te ibas con Melquiades a pelear por agarrar el autobús, y llegar a esos lugares lejísimos en donde había unas quintas que eran más grande que diez ranchos juntos de los que había en el cerro, y empezabas a batir mezcla y a cargar arena y sacos de cemento, y siempre apuraíto, porque al italiano no le gustaba el manguareo y cuando pasaban por tu lado aquellas muchachas bien bonitas que vivían por ahí, tú te quedabas como lelo viéndolas, entonces el italiano te regañaba y tú volvías de nuevo a cargar rapidito la carretilla y Melquiades lo que hacía era reírse de ti y después te decía que tenías que aprender el oficio porque si no, te iba a pasar como al hijo del gocho que se metió a malandro y una noche le dieron un puño de tiros en las escaleras y a llorar al valle, pero tú sabías que no ibas a ser malandro, tal vez porque a Petra no le gustaba y a lo mejor cuando las cosas cambiaran, tú ibas a ganar más rial, y tal vez estudiarías cualquier cosa; pero el tiempo pasó y las cosas no cambiaron, sólo cambiaron tus manos que se llenaron de callos y tus músculos que se pusieron duros y esos malditos dolores en todo el cuerpo y ya tú eras un albañil cuando te diste cuenta que Petra de tanto lavar se fue poniendo flaquita, flaquita como un silbido de culebra y ya estaba en el hueso, y esa fumadera y esa tosedera y tú jugando le decías que se la iba a llevar el viento un día de estos, pero ese día no llegó, porque primero llegó la muerte y la encontró en esa cama que ya no era cama y se murió así como una angoleta, como con un dolor, porque los ojos se le quedaron abiertos y estaban tristes y como llorando y tú con esa rabia y esa echadera de tierra sobre esa urna y con esa rasca encima y pensando que Petra no iba a tener su casa grande con sus gallinas y sus cochinos y todo, como tú pensabas cuando eras un guaricho y querías ser doctor o abogado.

LA SANTA

Ahora ¿ves? como son las cosas José Isabel, tú la viste crecer desde chiquita, más de una vez dijiste que la muchacha iba a ser bonita. Recuerdo que por las tardes te sentabas frente a su casa y te dedicabas a jugar con ella contándole de vez en cuando aquellos relatos -porque siempre fuiste un gran contador de esas historias que hoy ya nadie cuenta- de fuentes y de árboles que hablaban, de animales feroces que al encanto de una niña se amansaban y de todas esas cosas maravillosas que cuando uno está pequeño le gustan tanto. Así la fuiste viendo crecer, hasta que tenía trece años, entonces te diste cuenta que se había desarrollado, porque los pezoncitos de las tetas parecía que se le querían salir corriendo hacía donde tú estabas y las nalgas ya no eran las de una niña, mucho menos su cuerpo, que como decía Nicasia López «esa muchacha es toda una mujercita, con ese cuerpo que tiene es mucho el dolor de cabeza que le va a causar desde temprano a María Mercedes».

Fue por aquellos días cuando tú empezaste a tener esos sueños extraños que te causaban placer y pena a la vez, tanta pena te daba que al otro día no querías ni mirarla, porque a pesar de todo a ella seguían vistiéndola con esos vestidos de muchachita que tan graciosa hacíanla parecer.

Quizá era por eso que te sentías tan mal porque en las noches de sueños eróticos la mirabas correr desnuda con los brazos abiertos como buscándote por aquella sabana que parecía encantada en la cual tú te acercabas para abrazarla y hacerle el amor con un desenfreno tan inusitado que al otro día amanecías mojado con tu propio semen, maldiciéndote hasta la saciedad, repitiéndote mentalmente que estabas loco.

Pero así son las cosas José Isabel... Ya por último te acostumbrastes a mirarla cuando ella estaba pensativa; tú te hacías la ilusión de que ella pensaba en ti o por lo menos en tus historias de fuentes y de árboles encantados, eso quizá te hacía sentir aliviado. Pero ya ella tenía quince años ¿entiendes? ¡quince preciosos años! y ya no pensaba en fuentes y animales ni nada de esas cosas de cuando niña porque para ella -y tú tenías que saberlo- pasaron a ser un lindo recuerdo. Para que tú veas, ella pensaba en el hijo del bodeguero de la esquina, lo pensaba como hombre, lo deseaba en sus sueños, exactamente como tú la deseabas a ella.

Ella lo veía venir desnudo, lanza en ristre apuntándole donde ella quería que le apuntara y al otro día no amanecía como tú, por el contrario, lo deseaba más. Tan es así que ese día lo pasaba más contenta que otras veces.

Por eso José Isabel, fue que esa noche ella se fugó con él, a lo mejor, quien sabe, lo hubiera hecho contigo, pero tú nunca entendiste nada, porque te dedicaste toda la vida a tenerla como una santa; sin saber que ella era una mujer con todas las virtudes de todas las mujeres; sin embargo tú eres un soberano pendejo, porque en vez de estar buscándote una mujer -que ya a tu edad era hora de que la tuvieras- estas tirado en el suelo con ese tiro en la cabeza y ese pedazo de papel, que a la hora de la verdad en nada disculpa tu solemne estupidez.

EL VELORIO

A decir verdad, yo me sentía incómodo en aquel velorio, nunca me había sentido así, a pesar de que aquel velorio era como todos los velorios que se realizaban en mi tierra y que a mi me gustaban tanto, y la verdad es que yo no sé por qué. Yo sé, que hay gente a quien no le gustan los velorios, pero van a todos y todos los velorios de pobres son (a pesar de la tristeza que embarga a la familia) alegres, es decir, adentro, en la casa, se llora con dolor verdadero al muerto, pero afuera uno se divierte a más no poder, sobre todo en mi pueblo que hay grandes contadores de cuentos y chistes, además de los variados juegos de barajas, la botella, el sancocho y otros que ya no recuerdo, en donde la gente pasa sus nueve noches acompañando al muerto y a sus familiares después.

Bueno, como le decía yo me sentía un poco mal, acostado dentro de aquella urna, que en honor a la verdad era una urna para pobre, pero que mis parientes y amigos habían tratado de que fuera la más fina, cosa que les agradezco, aunque uno muerto es poco lo que puede agradecer. Yo miraba a todos los que estaban alrededor de mi urna y hasta me daban ganas de reír al ver que hasta la vieja más chismosa del barrio (la cual más de una vez habló mal de mí) le decía a mis familiares: «Ay pobrecito, tan bueno que era él, que Dios lo tenga en su gloria» hay que ver que hay gente bien hipócrita en este mundo.

Cuando estaba pensando en lo hipócrita, que era la chismosa, entró «él», se le veía un poco triste, «él» mi amigo, mi querido amigo.

¡Cuántas veces fuimos al río cuando pequeños, y como gozábamos bañándonos! Recuerdo la vez que fuimos a las seis de la mañana antes de irnos al liceo, ese día estaba crecido el río, pero nosotros muchachos al fin, no le teníamos miedo, además teníamos fama de buenos nadadores, pero ese día cuando nos tiramos el primer clavado y salimos a la superficie, los dos a la vez miramos una caja que flotaba en medio de la corriente, en principio nos alegramos e inmediatamente yo me lancé a buscar la caja, la agarré, entonces le dije: «Agárrala que te la voy a tirar» y se la lancé, cuando él intentó agarrarla, la caja desapareció en medio de las aguas café con leche del río, en seguida nos lanzamos hasta el fondo, pero por más que buscamos no la encontramos, nos vimos y en nuestras caras se reflejó el temor, los dos estábamos pensando en lo mismo: era un encanto del río que nos anunciaba algo malo. Salimos de sus aguas, nos pusimos nuestras ropas y sin decirnos nada echamos a correr por todo el camino que conducía a nuestras casas. Desde ese día perdimos la costumbre de irnos a las seis de la mañana al río. Pero esta es una de las muchas cosas que hicimos juntos, cuando peleábamos siempre lo hacíamos en pareja, casi nunca perdíamos. Para limpiar zapatos, siempre partíamos por la mitad, es decir, para todo era como si fuéramos uno solo, es más, la gente nos creía hermanos. extrañamente nos parecíamos.

Así transcurrió el tiempo hasta que crecimos y cada uno empezó a hacer sus propias cosas, cada uno tenía su novia, trabajábamos por separado, casi no nos veíamos, sólo los sábados en una esquina en donde nos dedicábamos a contarnos nuestras cosas, echándonos una cerveza y recordando tiempos pasados. A eso en verdad se reducía nuestra amistad, pero yo sabía que él era mi amigo de siempre en el cual yo podía confiar y pienso que él pensaba lo mismo. Tan es así que un día en que estábamos tomando una cerveza en una esquina del barrio él me dijo: mira, vale, quiero decirte algo, y yo le dije: dime pues, ¡que! ¿te vas a casar? le agregué en forma de broma, entonces él me dijo: No vale, lo que pasa es que me voy a meter a policía, tú sabes, yo no gano mucho donde estoy, además no tengo un oficio y tú sabes... yo lo miré extrañado y hasta me dio lástima, pero en verdad no podía creerlo, él de policía, acaso no se acordaba de las veces que nos había corrido la policía por estar robando mangos y patines en las quintas de los ricos, no se acordaba del día en que nos agarraron, nos dieron rolazos y después nos llevaron al comando, allí nos humillaron poniéndonos a limpiarle los zapatos a varios policías.

No, no podía ser posible. A mí en verdad no es que no me gustaba la policía, pero a esa policía que yo conocía la aprendí a odiar y no por gusto, él tenía que saberlo, ¿por qué no se buscaba otro trabajo? decía yo, cuando el me sacó de mis pensamientos, diciéndome: «Y bueno, ¿qué te parece?». «Bueno vale, la verdad es que...» pensé un momento, no sabía como le iba a caer lo que yo le diría, pero tenía que decírselo, me tomé otro trago de cerveza y le dije: «a mí en verdad no me gusta nada la idea, y tú sabes mejor que yo el porqué. A mí no me gustaría tener un amigo en la policía». El argumentó y yo le contradije, la discusión se tornó acalorada y fue entonces que yo le dije: «Mire compadre, no es que estemos entre palos, pero si usted se mete a policía, conmigo no cuente como su amigo, yo lo seguiré tratando como siempre, pero no va a ser la misma confianza ni el mismo cariño y usted sabe que a mí me duele que jode, porque usted ha sido uno de mis mejores amigos». El trató de calmarme diciéndome que eso no podía ser así, que teníamos que seguir siendo como antes.

En serio, me sentía mal, nunca antes me había sucedido una cosa así, yo ya no le escuchaba, en eso, llegaron otros amigos, cambiamos de tema, recuerdo que nos tomamos otras cervezas, no sé cuántas, lo cierto es que llegué mareado a mi casa y me acosté.

Así fue pasando el tiempo, a veces nos veíamos y nos saludábamos, yo ya sabía que él trabajaba en la policía, pero la cosa no era como antes, es verdad que a veces nos parábamos a hablar; pero nunca tratábamos el tema.

Yo por mi parte me había dedicado al trabajo sindical.

Un día fui nombrado delegado por mis compañeros de trabajo, ese día me sentía feliz, pero sabía que tendría más responsabilidades, pero eso me gustaba, luchaba por mejoras para mí y mis compañeros de trabajo. En realidad me sentía muy bien.

Ese día llegué temprano a mi casa, me bañé y me vestí, comí y salí a la calle, me paré en la esquina en donde siempre nos parábamos algunos amigos después que llegábamos del trabajo, del liceo, y uno sólo que iba a la Universidad, y que no le daba pena pararse con nosotros en la esquina, como siempre lo había hecho desde muchacho, porque debo decir que había algunos que no se reunían como antes, no sé por qué, quizá era porque les daba pena o no sé.

Cuando él llegó yo estaba solo y lo primero que se me ocurrió fue contarle que me habían elegido delegado en la fábrica, cuando le dije, cónchale vale sabes que... en ese momento me acordé y me callé, pero él se dio cuenta que quería decirle algo y me dijo: ¿qué me ibas a decir? y yo le contesté: ah, bueno, lo que pasa es que no quería decírtelo, pero mira mañana hay una fiesta en casa de fulana, pero tú sabes, yo ando pelando y quería saber si tenías una chaqueta más o menos para que me la prestaras... él se quedó un rato pensando y luego habló. «Qué va chico, no tengo, si no, tú sabes»; bueno no importa le dije y seguimos hablando de otras cosas comunes y corrientes.

¿Qué me había pasado? ¿Por qué no se lo había dicho? Nada podía pasar y era verdad, él se hubiera alegrado, me hubiera felicitado y hasta me habría brindado una cerveza, que hacía tiempo que no la tomábamos juntos, sin embargo, yo, rápido, olvidé el asunto y los días siguieron pasando.

Yo, lo sigo viendo, él está aquí conmigo, se ve triste. ¿En qué pensará? ¿Pensará en lo de ayer? Si, lo más seguro es que piensa en lo de ayer. ¡Que día! Creo que lo recordaré toda mi muerte, como si fuera ayer, todo lo teníamos preparado, hacía una semana estaban las pancartas listas, los cartelones se habían pegado, las «pintas» se habían «tirado», los volantes y los comunicados anunciando la marcha se habían repartido, todo había funcionado, pero ayer en la mañana cuando salimos del sindicato, permiso de la marcha en mano, todas las brigadas de orden funcionando, todos bien formados para evitar desorden comenzamos a gritar nuestras consignas, todo lo que pedíamos eran mejores condiciones de trabajo, mejores salarios, ya habíamos tomado la avenida; era un hormiguero de gente de todos los colores, distintos uniformes, distintas pancartas, y, esa mañana, con ese sol, ¡qué sol! provocaba estar en el río bañándose y no manifestando. Pero así debía ser, era así como podíamos conseguir lo que nos pertenecía, creo que habíamos avanzado un buen trecho, nuestras voces se escuchaban roncas pero potentes. De pronto los vimos, eran ellos, con sus uniformes, sus escudos y sus bombas, y sus pistolas y sus «fales», estaban parados frente a nosotros a prudente distancia, luego un oficial ordenó detener la marcha, uno de nuestros dirigentes salió a parlamentar con ellos, no sé de qué hablaban pero nuestro compañero se veía muy molesto, algunos grupos empezaron a vocear una consigna, lentamente se fue haciendo general, parecía una sola voz, un coro de orquesta: las calles... son del pueblo... no de la policía... Nuestro compañero le señalaba el papel al policía en donde constaba que teníamos el permiso para la marcha, pero el oficial se retiró, los rostros sudorosos y ansiosos esperaban una respuesta, nuestro compañero se montó encima de un carro y desde allí se dirigió a los manifestantes: «Tenemos permiso... vivimos en un país en donde deben ser respetadas las libertades porque así lo pregona el gobierno». Su voz se escuchaba vibrante en medio de aquel torrente humano que a medias escuchaba. Compañeros, debemos decidir, la razón nos acompaña...Debemos llegar hasta el Ministerio del Trabajo, el permiso está conseguido... De pronto se escucharon disparos, la gente gritó desesperada, nosotros tratábamos de calmarlas, pero se hacía casi imposible, la impotencia era todo en aquella masa humana que antes de huirle a los policías parecía correr en contra de un destino que hace mucho tiempo les hostiga y persigue. La policía repartía rolazos a diestra y siniestra al que lograba alcanzar, mientras que los disparos se continuaban escuchando, algunos grupos lograron organizar barricadas en carros o autobuses que ardían, o en los edificios en construcción, la lucha era desigual, los policías tenían las armas, nosotros el coraje de un pueblo con tradición de guerrero, eso, más las piedras y botellas que se recolectaban era todo lo que teníamos para defendernos; así estuvimos mucho tiempo, no recuerdo cuánto, yo estaba en aquel grupo de hombres sudorosos y bravos, en el momento yo me sentía valiente, pero a decir verdad por dentro me cosquilleaba el miedo, nunca había visto ni estado en cosa igual, era la primera vez y la última porque en ese instante llegó. Me quedé donde estaba, la sentí entrar en mi cabeza como un rápido y extraño corrientazo, luego caí, estaba muerto.

Pero es necesario decir, quién fue el que disparó... Fue él, sí, fue mi gran amigo, yo lo vi antes que a la bala, yo sé que él se hubiera aguantado si antes se hubiera dado cuenta de que era yo, de eso estoy seguro.

¡Espere!, afuera escucho un murmullo, hay mucha gente, ah ya sé, me van a enterrar, ya no lo veo más, ya me sacan en mi urna, afuera llueve, una lluvia lenta y fastidiosa, ahora escucho retumbar un disparo. Para mañana habrá un nuevo velorio, el de él.

LA BENDICIÓN

Me gusta este sol de la tarde, que me va llevando con los recuerdos hasta aquel pueblo que el petróleo inventó y en donde tú naciste, ¡¡troya y me lambo el Corazón!! ¡¡troya y me le monto en pelo a la Vieja goya!! ¿cuatro quiñe? lo llevamo y lo traemo ¿a dónde? hasta la casa del americano. A veces parecen pendejos los recuerdos, pero son. Como le pasan a uno las vainas, mi hermano querido. ¿Quién lo iba a pensar?, tú, tan carajito, cazando potocas por esos rastrojos, te fuiste sin decirle nada a nadie, con la madrugada colgada en la espalda y la bendición de la vieja metida en el mapire, buscando el sendero que en el mitin dibujaron.

Y siempre te lo dijeron, pero tú nunca le hiciste caso a nadie, eras así; no sé como, eras raro, no eras como los demás, y a lo mejor era por eso.

¿Te acuerdas de la primera vez que te mataron? ¡claro que te acuerdas! ese día la vieja lloró mucho y nos obligó a todos a ponernos luto, y ya cuando nos estábamos acostumbrando a no tenerte, te apareciste. Entonces nos acostumbramos a tu muerte, te fueron matando de pueblo en pueblo y fuimos conociendo lugares remotos, en madrugadas nerviosas, entre cuchicheos apurados y ojos que miraban a un fantasma que no daba miedo sino que relataba historias de cosas vistas y de muertos y de vivos importantes y ¡claro! también nos fuimos acostumbrando a los extraños visitantes de la noche que llegaban en tropel con los gestos que no eran de hombre, que preguntaban por todo y por todos pero más por ti; y la vieja, con el sueño nervioso llamándola a la cama le contestaba siempre lo mismo: «él no está aquí», «hace mucho que se fue, y nadie sabe de él». Pero mentira, nosotros todos sabíamos y era nuestro secreto más importante; algo así como cuando tenemos nuestra primera relación amorosa y queremos gritarla, pero no podemos.

Hace ya tanto tiempo de estos recuerdos que aún hoy me siguen llamando y vuelvo a verte frente a ella, sentado en torno a la mesa de planchar, escuchando con los ojos aquellas historias de pueblos inventados que se volvieron fantasmas; cuentos de pueblo que un día cualquiera, un Marcelino Cedeño le clavó unos cuatro palos y le construyó un rancho para vivir o para «mal vivir», como ella decía. Mientras nosotros nos dormíamos, tú seguías ahí, preguntando y escuchando de Juan Cuba y a lo mejor fue en una de esas noches que te fuiste, sin tiempo para planchar la ropa, y seguro que ella no dijo nada.

¡Pancho jolo... jolo yo!; y sigo nadando en este río de recuerdos en donde fuiste a buscar el mar y lo cruzaste para estar en medio de una guerra que no inventaste, y como cualquier quijote marchaste en defensa de la idea, ya no te acordaste de nuestro río o mejor dicho, lo hiciste más grande, hasta que nos llegó la noticia en una mañana de rayos de sol que penetraron por la puerta contando partes de guerra que hablaban de muertos y de vivos importantes que no mueren nunca, y que se le van metiendo a la gente hasta los huesos.

Ahora contemplo a la vieja en esta mesa de pan y sardina, y con los ojos me va rezando la misma bendición de hace treinta años.

LA VIDA ES UNA TÓMBOLA TON TON TOMBOLA

José del Carmen Pérez destapó la cuarta botella de ron J.Q. y luego de servir en los vasos de plástico de cada uno de sus amigos brindó por la alegría. Estaba alegre, y no era para menos, era el cuarto día de la asunción al poder del nuevo gobernador, quien en un decreto en extremo original puso fin a la tristeza de todos los habitantes de la ciudad, creando como reacción inmediata, una epidemia de risa que según la crónica tendrá su fin en los remotos tiempos futuros. La contagiosa alegría trajo como consecuencia el fresco pensamiento que durante siglos estuvo anquilosado en los cerebros cartesianos de los hombres que hasta esos luminosos días sólo habían aprendido a comprar y vender imponiéndose esta costumbre como máximo ideal humano.

Siguiendo al pie de la letra el singular decreto en una asamblea sin precedente en los anales de la historia, miles de poetas, cuenteros, imaginadores, pregoneros y cronistas, tomaron (aparte de licor) la decisión por unanimidad de execrar para siempre todo arte oloroso a tristeza y en una acción de imposible comparación, se recogieron todos los libros, periódicos, revistas cuadros, grabados y otras manifestaciones que en la humanidad habían reflejado infelicidad, después en un gran caserón llamado Ateneo fueron archivados y expuestos en vitrinas para que pudieran ser vistos por todos los habitantes futuros y supieran como se vivió antes del decreto y constataran lo desgraciada que hasta entonces, había sido la humanidad.

Antes de continuar narrando estos hechos y porque nada debe dejar de ser contado es bueno decir que nadie se supo explicar, por qué las antiguas autoridades llamaban Ateneo aquel adefesio, especie de barco en desamparo que desde hacia siglos sólo estaba poblado de telarañas y antiquísimos fósiles que ni siquiera la aplicación del carbono catorce podía precisar con exactitud sus edades y orígenes. Sólo un narrador oral basado en su portentosa memoria acumulada en siglos de hacer colectivo precisó que este caserón fue traído por los primeros invasores en un gesto de buena voluntad para impartir cultura, pero según se dice también, que afortunadamente la gente de estos lados estaba tan ocupada en sus propias imaginaciones que no prestó atención a tan prodigioso hecho y por lo mismo siempre fue visto como una extraña curiosidad anclada en la ciudad.

En esos mismos días una muchacha entusiasmada presentó al gobernador la brillantísima idea de abrir una oficina para la recolección de los sueños, la misma tuvo una alegre acogida por parte del máximo gobernante quien de inmediato giró instrucciones a sus acólitos para que estos dieran apoyo irrestricto al proyecto. Como por arte de magia desaparecieron las tramitaciones burocráticas que durante siglos tenían paralizada la gestión gubernamental emprendida por el primer dominador de aquél pueblo, que con el transcurrir del tiempo fue considerado como una antigua ciudad agobiada por el peso de la burocracia.

Todo fue diligencia, entusiasmo, y la joven con el vigor y la alegría propia de un caletero de Puerto Cabello emprendió sus actividades con un llamado por los medios de comunicación:

A TODA LA POBLACION

La Gobernación del Estado, en uso de las atribuciones legales que le confiere la ley y basándose en el decreto de la alegría, máxima norma del Estado, convoca a todos los ciudadanos a presentar sus sueños y proyectos por ante la oficina para el desarrollo y puesta en práctica de los sueños.

Luego se repartieron instrucciones escritas por el poeta Carlos Angulo, quien febrilmente trabajaba para que los sueños no fueran engavetados nuevamente.

Esta crónica no precisa hora, día, mes, ni año del extraño suceso, sólo se sabe que un poeta delirante y lenguaraz, narró para la posteridad los hechos que dieron al traste hasta con la misma oficina que un día una joven entusiasta de 25 años propuso al gobernador fuera creada.

Sólo los generales, doctores honoris causa, dictadores, expresidentes, ministros, senadores, diputados, magistrados, jefes de partidos, jefes de policías, diplomáticos, rectores, gobernadores, esbirros, averiguadores de oficio, académicos, filósofos de biblioteca, miembros numéricos de academias, sumos pontífices, cardenales, banqueros, industriales y todos aquellos que conducen y han conducido el poder, se negaron a presentar sus sueños, por el simple hecho de haber descubierto sin ningún asomo de vergüenza que no los tenían ni los tendrían jamás, porque durante sus vidas, solamente tuvieron necesidades y las más elementales: Comer, tirar, dormir, reproducirse y morir, en la más extrema de todas las soledades conocidas, sin que por esto sintieran placer alguno, además, la costumbre, les condujo a mirar el mundo en blanco y negro. Nunca supieron de claro oscuro, ni de grises, menos de rojos y azules mares cielos, y les aterró siempre, la posibilidad de los verdes y amarillo: todos poblados de pájaros y hojas.

Al principio, fueron pequeños grupos, enterados por las emisoras y los periódicos de sucesos que circulaban masivamente, después la noticia se generalizó y cundió por todos los barrios del sur, a la plaza de toros llegaron los colombianos vendedores de fritanga, bocachicos y verduras, luego los habitantes del Sucre, las Flores, Monumental, Bella Vista, Ricardo Urriera, las Lomas, Padre Seijas, Herrera Campins y a medida que el tumulto crecía la plaza de toros y sus alrededores empequeñecieron, la multitud entusiasmada y rebozante de alegría había superado a media mañana los modestos cálculos proyectados por la oficina.

En marcha, como un enjambre caminante, la gente se enrumbó al paso del baile de la hamaca amenizado por los tambores de San Millán y de Mariara.

Hacia la gobernación, en el camino, se sumaron, Los Taladros, 13 de septiembre, Francisco de Miranda, San Agustín, La Bocaina, y a medida que avanzaban de manera prodigiosa se iban cumpliendo los sueños, aun antes de haberlos inscrito en la oficina. Nunca se pudo explicar el extraño fenómeno, sólo los poetas Cristóbal Ruíz y Eduardo Taborda almacenadores de sueños rotos intentaron demostrar con un «ahora o nunca» el magnífico suceso.

Lo cierto es que José Tortolero soñó conque un día todas las fábricas se paralizarían y le permitirían salir una mañana asoleada a pasear por la avenida las Ferias con todos los carajitos y la mujer a comer y beber sin pagar, como ocurre con los artistas de las películas.

María del Carmen Pérez, soñó que un día saldría de un supermercado con una caja llena de corotos sin que la mirarán mal y lo más importante sin cobrarle. Cuando en la oficina se percataron del tipo de sueño expresado por los habitantes, inmediatamente emitieron un boletín explicando que todos aquellos sueños... relativos a satisfacer necesidades de comer, vestir, diversión, hacer el amor cuando plazca y como sea, podrían cumplirse sin llenar ningún trámite o requisito burocrático, por cuanto estos sueños no afectaban a los humanos por el contrario eran el producto de la mala distribución de las cosas, que hasta ese momento había privado, pero que la misma decisión de soñar expresada por las personas terminaría por eliminar la manera desigual de repartir riquezas en el mundo y de esta forma contribuir favorablemente con el decreto de la alegría, emitido por la gobernación.

Ante esta nueva información, el torrente humano aplaudió y gritó con una alegría tal que por los lados del Capanaparo las garzas inquietas alzaron al unísono el vuelo, dejando entrever un arcoiris de plumas que sin querer homenajeaba a la alegría.

A la altura de la avenida Lara, se sumaron los obreros del hospital Central, seguros ya que jamás gobierno alguno tendría potestad para botarlos y desampararlos, también se sumaron los llamados marginales de los alrededores, a los que nombraba la prensa de gobiernos anteriores, sólo, para acusarles de ser los causantes de los males propios y que algunos sociólogos bien pagados les señalaban su falta de solidaridad y comprensión para con aquellas promesas de buena vida hechas en repetidas campañas electorales por los candidatos de siempre.

La multitud era arengada por el profeta, Carlos rey de reyes, representante único y verdadero de Dios en la tierra. En sus alucinadores discursos anunciaba la destrucción de todo lo establecido por cuanto estaba preñado de perversidad y corrupción. La ira divina no esperaba más, pero esta vez el profeta no imitó a su homólogos con el ofrecimiento de vida eterna y cómoda en el cielo a la diestra del Dios Padre, sino que anunciaba un único gobierno presidido por él en donde las versos de Cruz Berbín se harían realidad impostergable y recitaba ante la muchedumbre enfebrecida: soy de los pendejos que todavía cree en el país del nunca jamás la redención de los pobres/ en ángeles de carne y hueso que escupen fuego/ en la música luctuosa de la metralla/ en el inalienable derecho del hombre a ser hombre/

Así mismo anunció para tranquilidad de las mayorías, que ya Dios no estaría más con nosotros por cuanto estaba ocupado sofocando rebeliones infernales en lejanísimas galaxias de sus vastos dominios, dijo también que el hombre tenía el tiempo suficiente para aprender a gobernarse a sí mismo y vivir en paz sin contradicción con el gobierno divino. Demostró por medio de complicadísimas operaciones matemáticas que los humanos del mundo trabajarían una sola hora y el resto del tiempo lo dedicarían a disfrutar sus placeres como mejor les viniera en gana. De cuando en cuando el discurso era interrumpido por delirantes ovaciones aprobativas, demostrando con esto que la hora de los profetas había llegado y que las profecías se harían realidad en términos inmediatos, por cuanto el futuro era un presente incrustado en los sueños de las mayorías, las cuales no estaban dispuestas a despertar nunca más de tan anhelado sueño.